A veces me pregunto de qué habría hablado Hemingway de haber llegado hoy a España. ¿Habría escrito sobre los toreros actuales? Lo dudo mucho. Me temo que desde el momento en que se generalizó el uso de la penicilina y se perfeccionó la técnica quirúrgica, haciendo casi imposible que un diestro muera en el ruedo o a consecuencia de sus locuras en él, la “fiesta” perdió todo el atractivo que pudiera contener para un vitalista desencantado.
¿Hubiese hablado entonces de futbolistas? Tampoco. Puede que Iniesta, Casillas y compañía hayan heredado en la España actual el espacio que la épica patria siempre ha reservado a los que consiguen éxitos fuera del alcance de la masa, pero no se juegan la vida en el campo ni su actividad está revestida de más honor que el que ampara a un niño que se tira por los suelos para empujar canicas.
Quizá los ciclistas habrían podido presentarle cierto atractivo; pero no los triunfadores bajo la eterna sospecha de haberse dopado, sino los gregarios más bajos, los que funden la piel de sus caras a su calavera para poder dar de comer a una familia analfabeta que les espera medio año en un pueblo polvoriento de Cuenca o Álava deseando que, una o dos veces al mes, llegue alguna conferencia al teléfono de la plaza. Y de ésos ya no quedan.
¿De qué hubiese hablado entonces? No tengo ni la menor idea. La gente ya no se refugia hasta las tantas detrás de un café para olvidar que el sueño es necesario para volver a trabajar al día siguiente y regresar a la soledad del café la noche siguiente. La gente que a Ernest le parecía pintoresca se queda en su casa viendo la tele. La España que él conoció sólo sobrevive como tópico atrincherado en unos pocos nichos con forma de cerebro a los que ni siquiera llega la luz del sol. Los problemas e inquietudes que puedan turbar la tranquilidad de un español medio se parecen muchísimo a los de un francés o un lituano, ya no existe una peculiaridad que dote a este país de la personalidad suficiente como para intrigar a un genio.
Mishima dejó escrito que forzó su suicidio porque Japón había perdido su espíritu: el país de la espada y el crisantemo había escondido la espada en algún sitio del que se había olvidado y se dedicaba a exhibir la flor con ridículo amaneramiento, y a él le resultaba insoportable. No creo que ningún amante sincero de España, si es que los hay, llegara en la actualidad a quitarse la vida porque los bodegueros o los productores de jamón se paseen por ahí con corbatas de marca, así que no tengo ni la más remota idea de qué hubiese hecho Hemingway ante este panorama.
Lo cierto es que tampoco importa: Hemingway era un perfecto genio, un eterno aprendiz y un fugitivo de sí mismo y de lo que le rodeaba. Su estilo es fácilmente imitable; pero en un sentido estricto resulta inimitable, porque cualquier intento de emulación acaba resultando grotesco. Pero ni Hemingway ni Henry Miller ni Dos Passos ni Faulkner ni Steinbeck ni Algren ni Capote hubiesen dispuesto hoy en día de la más mínima posibilidad de publicar sus obras sin pagar por ello, y ninguno iba a pasar por semejante humillación. (Bueno, quizá Capote sí, porque era mucho más listo que genial.)
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