Mi relación con los toros nunca ha sido apasionada, ni en un sentido ni en el otro. He de reconocer que, si tenía la ocasión, me entretenía ver una corrida muy de vez en cuando, ya fuera por televisión o al natural; pero jamás he acudido con las ganas con las que, por ejemplo, podría haber ido a presenciar un partido de la Copa de Europa o una etapa alpina del Tour de Francia. Sin embargo, después de leer “Muerte en la tarde” las cosas cambiaron un poco. Hasta entonces, ni quería que prohibieran las corridas serias —donaría una buena suma con tal de borrar de la realidad las horrendas salvajadas que se perpetran en nuestra barbarie rural— ni hubiese derramado media lágrima si lo hubiesen hecho. Tenía más en contra que a favor, si bien es cierto que los blancos de mis ataques no eran los festejos en sí, sino la corte de majadería e ignorancia altiva de la que se han dejado rodear en el último medio siglo.
Leyendo a Hemingway descubrí que la verdadera causa de la tauromaquia es el desafío a la muerte en su manifestación más simple, y que los trajes de luces y los diferentes pases y lances no son más que la forma que le ha ido dando la erosión que provoca el tiempo en cualquier actividad humana; que uno se puede interesar por los toros sin soportar el flamenco; que es posible sostener ideas liberales o incluso izquierdistas y ser aficionado sin verse obligado a purgar la conciencia cada noche antes de dormir; y, en definitiva, que la intelectualidad como yo la entiendo no está reñida con la atracción por la fiesta. Desde ese momento, y valiéndome de la amplia base de conocimientos que proporciona el libro —más valioso por haber sido escrito desde la objetividad que proporciona la extranjería—, sentí nacer en mí un creciente interés hacia los toros. Para ello, tuve que esforzarme en todo momento en separarlos de la suciedad; de las barbillas brillantes de grasa o manzanilla; del tradicionalismo español de opereta; de los gitanos desdentados que no buscan más que obtener un beneficio económico explotando lo que de exóticos puedan tener para algunos; de los insoportables alaridos desacompasados del flamenco o sus innumerables variaciones y falsificaciones; de los figurantes más descerebrados y reaccionarios; de la miseria; de los que sólo acuden a ver satisfechos sus instintos depredadores, a saciar su sed de sangre, el morbo casi sexual que les provoca presenciar el sufrimiento ajeno —conozco a algunos, mujeres en su gran mayoría, que asistirían a los toros aunque consistieran en tirar al animal dentro de una piscina de pirañas—; del torero que considera su orgullo más valioso que la vida de los que le rodean; de los gritos; de la sangre; del polvo; del mal olor… Y durante unos meses creo que lo conseguí; pero me bastó una conversación de media hora con un joven apoderado para darme cuenta de que los toros que yo busco, los que podría llegar a tolerar un ser civilizado, hace tiempo que no existen, si es que han existido alguna vez.
Hemingway era un bruto en muchos aspectos. Su carácter era brutal y su físico le acompañaba. Pero también era un intelectual. Cabe por lo tanto plantearse la siguiente duda: ¿Relató Hemingway las cosas como eran o como le hubiese gustado que fueran?; y de ésta última: ¿consiguió el Nobel estadounidense encontrar la faceta de los toros que encajaba con su espíritu sensible o simplemente se engañó a sí mismo para no tener que soportar los remordimientos que, en buena lógica, debieron de atacarle cuando se encontró apasionado por un festejo en principio vulgar, salvaje y más propio de otras épocas de barbarie que de la actual? Es difícil saberlo. De lo que no cabe ninguna duda es de que Hemingway, como todos los genios creadores, realizó un importante trabajo para el bien de la Humanidad; pero se olvidó o no quiso entregarnos las conclusiones a las que llegó, dando por descontado que a alguna llegó. En el mismo libro parece indicar que su intención al escribirlo fue facilitar el conocimiento de la fiesta a los profanos para que pudieran juzgar por sí mismo. En este sentido, su labor se asemejaría a la de un juez instructor que formara un sumario, reservando a cada uno de sus lectores las funciones propias de un órgano sentenciador.
Tarde o temprano, el debate acerca de la viabilidad de la tauromaquia en la actualidad será seriamente planteado, y de acuerdo con ello, teniendo en cuenta todas las circunstancias y condicionantes que lo rodean, resultará ineludible tomar una decisión duradera, basada en el profundo análisis de la cuestión alejado de sentimientos apasionados. Cuando ese momento llegué, sería de necios no aprovechar los trabajos sobre el tema de Hemingway, Blasco Ibáñez, Lorca, Goya, Picasso o Manet, del mismo modo que lo sería no emplear las obras de otros genios en la resolución de cualquier problema actual. Sin embargo, no se hará así: se le encargará un estudio a una consultora demoscópica y se adoptará la decisión que le resulte más rentable electoralmente al partido gobernante.
Yo lo único que veo de humano en las corridas es el instinto de supervivencia del toro, porque el del torero se ve empañado por una mezcla de gloria,dinero y una vocación que se asemeja a aprehender el Corán, sin razonamiento alguno.
ResponderEliminarHay que seguir evolucionando, y esto es una barbarie, no se puede hacer sufrir así a un animal,rodeado de vítores de bárbaros e imbéciles pusilánimes, al son de un bombo y una trompetilla.
Es hora de dejar atras un espectáculo que fomenta la sed de sangre. En mi opinión ensalzamos lo peor del legado romano, el civismo lo dejamos para otros.
De lo último, no te quepa duda que así se hará, aún vivimos en una España medieval.