jueves, 23 de agosto de 2012

Estupidez por partida doble

Es más que probable que todo el mundo sepa ya que una aragonesa octogenaria —a juzgar por lo leído, ésa debe de ser su característica más identificativa—, sin los conocimientos necesarios para tales artes y oficios, se ha metido motu proprio a “restaurar” un fresco espantoso que, calificado por la prensa como Ecce Homo, decoraba uno de los muros de la iglesia de su pueblo. Dejando a un lado las dudas iconográficas que la representación original podría plantear a cualquier persona de bien, lo cierto es que el trabajo de la buena señora ha conseguido dejar la pintura en un estado que se ajusta mucho más a la denominación que le han dado los medios.

En primer lugar, y dado que estaba seguro de que en algún momento tendría que ocurrir algo parecido, me alivia sobremanera que la obra víctima de semejante atropello haya sido una mera estampita mural sin más valor que los milagros que haya podido conceder a sus fieles. Esperemos que esto sirva para que no se repita nada parecido sobre una creación inimitable de las innumerables que adornan, sin protección alguna y prácticamente sin catalogación, los rincones más ocultos de nuestro país.

Desgraciadamente y sin saber muy bien cómo, hemos llegado a un punto en el que cualquiera en esta tierra se siente capaz de cualquier cosa. Existe una categoría de ciudadanos, posiblemente mayoritaria, a los que les basta haber acudido a cualquier cursillo de dibujo en un centro cívico para considerarse pintores, o haber visto sus pinitos pseudoartísiticos aplaudidos por sus personas queridas —tan iletradas o más que ellos— para arrogarse el derecho a cubrirse con las túnicas de los grandes genios. El choque con la realidad, como hemos visto, resulta duro.

Pero igual preocupación me merece la reacción social desproporcionada ante una noticia que, en realidad, jamás hubiese debido salir de las tabernas de Borja —sede del templo agredido—. En menos de veinticuatro horas desde que “El País” dio a conocer el hecho, la burda maquinaria humorística española se ha puesto en marcha con su habitual energía, generando todo tipo de chistes fáciles y ocurrencias cansinas sobre algo que no tiene ni maldita la gracia. De repente, todo un país se ha lanzado a reírse de lo mal que pinta una señora, tal y como aprendimos a hacer en el cole con nuestros compañeros más torpes. La han señalado con el dedo y se han carcajeado, y así seguirán un tiempo, hasta que se les aparezca otro mono de feria que les haga reconducir su frustrada crueldad hacia diferentes objetivos. Parece que nadie se ha parado a pensar cómo se puede sentir esa pobre mujer bienintencionada a la que algo o alguien le hizo creer que entre Rafael y ella no existían tantas diferencias como hubiese podido imaginarse, ¡y eso que si sabemos algo de ella, es que tiene más de ochenta años! No parece descabellado imaginar que un disgusto como éste puede acabar con la salud de una persona de semejante edad, por muy aragonesa que sea.

Me llama la atención también que la noticia se haya extendido de un modo tan general en tan poco tiempo, cuando, a juzgar por la pasividad con la que la población está reaccionando ante los atropellos injustificados que sus derechos y libertades consolidados están sufriendo desde hace meses por parte de los poderes públicos, cualquiera diría que nadie en España se entera de nada de lo que ocurre en su país. (De hecho, hoy se ha sabido que el Gobierno central prepara una reforma más que reaccionaria de la Ley de Arrendamientos Urbanos que, de momento, no ha merecido la más mínima contestación ciudadana.)

Todo esto podría servirnos a los hispanopesimistas para acrecentar nuestro dolor; pero lo cierto es que el eco de las hazañas borjianas ha llegado a la vecina Francia, y la respuesta informativa ha sido idéntica a la española, con la peculiaridad gala de que medios escritos como “Liberation” —fundado por Sartre, entre otros— pretenden dárselas de entendidísimos en arte resaltando que el Cristo destrozado fue obra de Elías García Martínez —para nosotros, “un tal” Elías García Martínez—, equiparándole con sus palabras poco menos que a Goya.

Si algo bueno tiene todo esto, es que otorga argumentos tangibles a los que defienden la existencia de una única gran nación latina desde el Algarve hasta Valonia, pasando por Italia y quizá incluso Valaquia —una idea que nunca me ha disgustado del todo por lo que tiene de integrador—, y también, desde una perspectiva más limitada, que la localidad de Borja se convertirá con toda seguridad en la meca del turismo gilipollas durante una buena temporada, lo que probablemente les deje algunos euros inesperados en la caja.

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