jueves, 25 de agosto de 2011

Indignados a destiempo

Hace unos meses surgió, aparentemente de la nada, una especie de movimiento ciudadano insatisfecho con la marcha del sistema. En aquel momento tuve mis reservas a la hora de apoyarlo, porque no acabé de entender muy bien ni sus motivos ni sus objetivos ni sus métodos. Con el tiempo se evidenció que tal movimiento no era sino otro síntoma del verdadero problema social: la simplicidad. Una parte de la sociedad saltó cuando vio sus intereses atacados, sin preocuparse por comprender que los motivos de tales agresiones eran por completo legítimos de acuerdo con una legislación contra la que no sólo no protestaron en el momento de su aprobación, sino que avalaron y promovieron con su voto y sus actuaciones.

Ahora mismo nos encontramos ante un verdadero motivo para indignarse: los dos partidos mayoritarios han pactado una reforma de la Constitución que supone un verdadero golpe de Estado encubierto. Limitar en la ley fundamental la capacidad del Estado para generar déficit significa limitar su capacidad de influir en la economía nacional equilibrando tendencias. Es así de sencillo: supone convertir un estado social y democrático de Derecho —tal y como estipula el artículo 1 de la CE— en un Estado neoliberal en el que la libre deriva del mercado irá carcomiendo rápidamente todas las correcciones que, en beneficio de la igualdad y de la justicia social, se han ido introduciendo a lo largo del pasado siglo. ¡Y esta reforma se piensa llevar a cabo sin contar con la opinión pública que en su día otorgó legitimidad al Estado por medio de un referéndum! (Sin embargo, hoy he salido a la calle y no he visto hordas de exaltados marchando antorcha en mano contra el palacio de invierno ni a nadie tirado en ninguna plaza.)

Se aduce como motivo la necesidad de “calmar a los mercados”. Esta razón, con todos los respetos, no es más que una sandez. En primer lugar porque “los mercados” no son una especie de entes malignos salidos de las sombras infernales, sino los campos de juego creados por las leyes de los propios Estados en los que los agentes económicos —entre ellos ciudadanos particulares— compran y venden. La mayor parte de esos temibles movimientos especulativos que pretenden estar haciendo temblar las bases de nuestra civilización están protagonizados por fondos de inversión en los que pequeños jugadores —como su tía o su abuelito— han depositado sus ahorros. Si es usted un Estado o un ente supranacional como la Unión Europea y desea que “los mercados” no hagan algo, prohíbaselo. Puede hacerlo: es usted soberano.

En segundo lugar, los llamados “ataques” no son más que movimientos especulativos sobre la deuda soberana de una serie de Estados que han sido lo suficientemente valientes como para embarcarse en la maravillosa aventura de compartir una divisa, pero no han tenido agallas para ceder una cuota de soberanía suficiente como para crear órganos supranacionales que defiendan la firmeza de la moneda común. (Es decir: Blair, Chirac, Berlusconi, Aznar, Schroeder y otros que poco pintaban nos dieron unos billetes preciosos, pero se negaron a crear un proyecto común que les dotara de sentido.) Nuevamente puede usted cambiar las leyes; pero si le da pereza o no se siente capacitado intelectualmente para ello, existe una solución más sencilla: reduzca la deuda pública.

Un ente público puede financiarse, fundamentalmente, de dos maneras: imponiendo tributos y emitiendo deuda. A finales de los años noventa se puso de moda bajar los impuestos, en unos casos porque “era reformista” y en otros porque “era de izquierdas”. La realidad es que reducir la presión fiscal siempre es rentable electoralmente. El problema es que hay que pagar pensiones, las carreteras tienen que repararse, las farolas deben lucir por la noche, los colegios han de abrirse todos los días y algún enchufado quiere rodar una película o grabar un disco de vez en cuando, así que seguimos necesitando dinero y, como recaudamos menos porque queremos salir reelegidos, emitimos deuda.

La solución, por lo tanto, y dando por descontado que nadie va a crear un Estado Europeo de la noche a la mañana —y así llevamos desde Waterloo—, pasa por una profunda reforma del sistema financiero al completo, creando una baraja de tributos más justa y eficaz y revisando cada partida de los diferentes presupuestos, para eliminar gastos absurdos y suntuarios y centrarse en criterios de eficiencia, empleando el dinero público en crear una verdadera base de estado social, que garantice sanidad, educación, seguridad en el sentido más amplio, agilidad administrativa, asistencia social e infraestructuras de calidad para todos los ciudadanos y que a la vez deje un campo libre para que la iniciativa privada pueda volver a generar riqueza. Es algo sencillo desde un punto de vista teórico, aunque arduo y —quizá— costoso electoralmente; pero si nuestros representantes nos están contando la verdad y no existe ningún problema oculto, se antoja perfectamente posible. Para empezar, estaría bien introducir en la Constitución un tope a la deuda soberana a emitir. ¿Qué opinarían de eso los terribles mercados?

lunes, 1 de agosto de 2011

Mujeres locas

Muchas mujeres están locas, y cuando pasan de la treintena el porcentaje aumenta.

He conocido a varias que respondían al mismo patrón, pero recuerdo a una en especial. Su caso era una verdadera lástima, porque inteligente sí que era y además contaba con dos tetas muy apetecibles. Sin embargo, aquellos bultos eran frutos prohibidos. Intuí que el precio a pagar por atrapar esos pezones con los labios iba a ser eterno y abusivo hasta límites intolerables. De un cruce con ella, lo mismo podía conseguir ser objeto de una persecución hasta la muerte que el hecho de tener que cargar con su suicidio sobre las espaldas. Era una de esas chicas a las que perfectamente te puedes imaginar desangrándose por las muñecas en una bañera, o sudando con el estómago lleno de lexatín y ron o cualquier otra cochinada. Es curioso que siempre sean otras las que se acaban decidiendo…

Normalmente se suicidan y triunfan en el intento las que menos nos esperamos. Imagino que acaba resultando mejor para la salud convivir con la desgracia o la depresión que verse sorprendido de repente por un golpe trágico. A todo acaba acostumbrándose el ser humano, también a la pena. La vida es una paradoja constante, incluso cuando se trata de traspasarle los poderes a la muerte.

Sabía que le gustaba a esa chica lo suficiente como para que un golpe de mi pene desequilibrase la delicada estructura de su personalidad; y, por algún extraño motivo —cuyo principio activo convendría aislar en busca de la droga de la sabiduría—, fui capaz de no lanzarme a saquear ese escote.

Luego uno se arrepiente… Se arrepiente tanto de los polvos que echa como de los que no echa, y en este caso no sé qué es peor. Me temo que en disciplinas como las relaciones sexuales, los tópicos generales no valen de mucho.